Escribo estas líneas de regreso de una experiencia importante para mí, ¡este fin de semana he hecho barranquismo! Y lo escribo entre signos de exclamación porque es una actividad que he querido hacer para poner a prueba a mi miedo a las alturas y evitar que este temor se expanda. En definitiva, he gestionado el miedo y he tratado de ampliar mi zona de confort. Déjame explicártelo con más detalle.
Supongo que como muchas adolescentes, a los 14 años, era una chica intrépida y lanzada. Hubo un mes de agosto, en el pueblo, que organizaron un montón de actividades vinculadas a lo que entonces se llamaban deportes de aventura y, evidentemente, no me quise perder ni una. Sólo te diré que el sábado me lancé de una grúa haciendo puenting y el domingo probé el rapel desde el campanario de la iglesia del pueblo.
Del puenting, la verdad, tengo un recuerdo con luces y sombras. Luces por atreverme a realizar el salto pero también sombras porque dar un paso al vacío fue terrorífico. De hecho, del salto en sí, recuerdo muy poca cosa. En la memoria me ha quedado que ni fui capaz de gritar. Creo que estaba tan aterrada que ni pude ni abrir la boca. De la experiencia del rapel, en el campanario, tengo un recuerdo amable pero, claro, eso fue después del salto.
La cosa es que desde ese salto hasta mis cuarenta años actuales el miedo a las alturas, poco a poco, se ha ido haciendo presente. Es cierto que subo a aviones y que nunca he dejado de hacer nada por el tema de la altura pero también reconozco que con el paso de los años la incomodidad ante cualquier cosa que supusiera subir muchos metros ha ido creciendo. Me refiero a subir a un monumento y no querer mirar hacia abajo o a temer cruzar por esos puentes transparentes que muestran el vacío. Es un miedo que no me ha paralizado pero que, poco a poco, notaba que iba ocupando más espacio.
Hacía ya algún tiempo que venía reflexionando sobre todo esto y, evidentemente, como coach entendía lo que estaba sucediendo. Había aquí una emoción que necesitaba ser gestionada y a la que no estaba atendiendo. Es lo que llamamos «gestión emocional» y que básicamente tiene que ver con la toma de conciencia sobre lo que estamos sintiendo, la interpretación que le damos y la actuación que se deriva. En mi caso, el miedo estaba haciendo acto de presencia pero no lo estaba gestionando. El resultado de esta «no gestión» era que cada vez me sentía más incómoda con las alturas y me costaba más disfrutar de cualquier actividad que supusiera elevarse. En definitiva, que la zona de confort cada vez se hacía más estrecha.
Habrás escuchado aquello de que «en casa del herrero cuchara de palo»… pues bien, quería evitarlo de todas formas. ¡Con qué cara puedo acompañar a directivos o a equipos en la consecución de sus objetivos si no soy capaz de gestionar este miedo! Pues bien, quise retarme y elegí embarcarme en una actividad de aventura: opté por una jornada de barranquismo.
El barranquismo es un deporte de aventura que se practica en los barrancos de los ríos y que consiste en superar los cambios de recorrido del río ya sea caminando, nadando, saltando a pozas de agua o haciendo rapel. El equipo básico es un casco, un traje y escarpines de neopreno y un arnés. Evidentemente, lo hice poniéndome en manos de un equipo de profesionales guías de montaña.
Os cuento todo esto porque en el recorrido por el río hubo que hacer tres saltos que me pusieron a prueba y dos o tres bajadas de rapel. No es que fueran especialmente altos (ninguno creo que superara los 12 metros) pero sí activaron al miedo.
Aprendizajes que os comparto:
- De poco me sirvió que el resto de componentes del grupo me dijeran cosas tipo «no tengas miedo», «es muy fácil», «todo va a salir bien». A mi me estaba dando miedo y este tipo de afirmaciones me resbalaban totalmente.
- Me sirvió de mucho ver que otros se tiraban y que disfrutaban con ello.
- Me sirvió ver que algunas personas decidían no tirarse. Eso me sirvió para recordarme que podía elegir. Decidí que yo sí saltaría.
- Me sirvió, antes de cada salto o bajada, tomar conciencia del miedo: permitirme uno o dos minutos de «escucha» a ese miedo.
- Me sirvió ponerle racionalidad a la emoción: poner conciencia a lo que estaba sintiendo y reinterpretar al miedo desde la prudencia. Estaba en las mejores manos para probar algo de este tipo y tenía todas las medidas de seguridad necesarias.
- El primer salto fue más difícil que el segundo. Y así sucesivamente.
Con alegría te cuento que, tras varios saltos, he ampliado mi zona de confort. Evidentemente, no es que esté todo resuelto pero sí creo que este fin de semana he dado un paso importante. Ahora sé que puedo hacer cosas que hace una semana creía no poder hacer. Y es que la única forma de ampliar la zona de confort es desde el «decidir hacer». Cuando decido que quiero cambiar algo y actúo en consecuencia me demuestro que puedo y así, de acción en acción, el círculo de comodidad se va ampliando.
La conclusión de todo esto es que hagamos. Que hagamos más y mejor. No tiene sentido querer ampliar la zona de confort estando sentada en el sofá. El primer paso es decidir cambiar y el siguiente, gestionar la emoción para poder actuar de un modo diferente. A mi me ha sucedido con la altura pero lo mismo sucede cuando tememos tener una conversación difícil, liderar o tomar una decisión incómoda. La única forma de transitar por estas situaciones es caminando. Como escribe Antonio Machado:
Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.
Caminante no hay camino (1912)